La estufa encendida. Él, al igual que ella, encendido caminaba a tropezones por un pasillo oscuro, pese a un tubo fluorescente que pendía intrépidamente de unos cables que de a poco y al paso de los años iban perdiendo color y firmeza. Bamboleante caminó y caminó. Sentía que no movía sus piernas, sino un par de espárragos que en algún minuto tropezarían con un charco, pero no con cualquier charco, sino con uno de mayonesa. Lo aterraba, no por saberse más rico, sino por el extraño miedo y tendencia a que alguien lo comiese.
Como si fuese un mártir que con su último suspiro llega al cielo, Javier tomó el pomo de la puerta y lo hizo girar. Inundó sus mejillas un calor intenso, que poco a poco iba cundiendo por el pasillo, que lentamente iba calentando lo que la inhumana luz blanca nunca avivó. Todo se tiño de rojo, donde las mejillas que atravesadas por surcos de la edad no se diferenciaban del resto de la pieza. Todo rojo, nada rojo.
El calor de la pequeña maquina laboriosa, silenciosa, emancipadora no pudo más y de un minuto a otro, junto a Javier, se apagó. No brilló más.
Javier tampoco, cayó, rendido a una cama que lo acogía con las últimas trazas del rojo de la estufa.
Cerró poco a poco los ojos y, sin enfocar bien, distinguió como empezaba, de nuevo, a crepitar tras de sí una llama que sin duda acabaría con él.
En medio de la noche, cuando el frío entra por la puerta sin preguntarle a nadie y cala hasta los huesos sin dejar a nadie indiferente, despertó Javier.
No sentía frío, ya no.
Miro hacia atrás y no vio la estufa. Vio como un fuego encendía otros fuegos. Vio como ya no había escritorio, ni guitarra, ni estantería, sino una bola de fuego que bailaba al son del chiflón que entraba por la puerta. Algunas cosas cayeron, ardientes, de los estantes. Peluches fueron las primeras victimas, seguidas de un montón de libros. La estufa nunca la logró distinguir, era parte de una sociedad, de la sociedad que arde.
Trató de mover los pies, no respondían. Trató con tal cautela que después de tratar con todos se dio por vencido. Cerró los ojos y se acurrucó entre las frazadas que, maliciosamente, lo llamaban a descansar.
Movió la cabeza de entre muchas frazadas y se vio en sus ojos un fuego insaciable de esperanza. Trató de mover las piernas, no pudo. Ya desesperado busco por todas partes, no había nadie que comiese espárragos.
La invitación era insoportable, cayó, cayó y cayó sin remordimiento entre cuantas sabanas y frazadas encontró a su paso.
Despertó en la mañana y sobresaltado vio como la pieza estaba. Se paró y salió como de costumbre a lavarse los dientes y recoger el diario.
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