martes, 21 de julio de 2009

Nunca se levantaron, siempre soñaron

Se levantaron.
Begoña por la izquierda y Javier por la derecha.
Ella lo primero que hizo fue mirarse al espejo para ver, ya no cuantas canas tenía, sino cuantos pelos de color negro azabache le quedaban. Ya no eran muchos, pese a su poca edad. Esos eran los que lo atrajeron a su cama. El, cautivado por su olor, se acercaba y en cuanto estaba al alcance de su mano lo agarraba, lo agarraba fuerte, porque siempre pensó que si en algún minuto él volaba, ella se moriría.
Ahora de lo más coqueta, blandía sus últimos recursos. Con poca prestancia, pero con mucho amor, buscaba que se fijase en ella.
El, por su parte, despertaba, luego de una buena fiesta, con un dolor de cabeza que quebraba su mundo en dos. Lo que unía ambos era que resonaban en su cabeza y que en ambos amaba a Begoña.
A sus treinta años no podían pedir más, no porque tuviesen todo, como muchos de sus amigos, sino por todo lo contrario, porque ya no había espacio para ellos en “el mundo”
Se despabiló antes de salir de cama. La camisa lo esperaba tras la puerta, junto a la típica soga que ahorca hasta matar, hasta matar los sueños, a algunos les gustan amarillas, a otros rojas, pero a Javier le gustan las de monitos amarillos con cara sonriente.
Ella, como una abejita corría de un lado a otro, frenética gritaba que él llegaría tarde, por su parte Javier sin ninguna preocupación se daba su tiempo, era una de las pocas cosas que le pertenecian.
Tomó desayuno, agarró un bestón de entre tres. Tenía uno azul oscuro, otro negro y otro café. Los primeros dos los compró el primer año de casado, dieron como resultado peleas y más peleas que empezaban con “¿de que color es el bestón?” y terminaban con comentarios respecto a que uno no entendía al otro o que otro asfixia al uno.
Ya arto, las marcó con letras rojas y grandes. Luego compró el de color café.
Salió al umbral de la puerta, ella lo detuvo por el hombro y lo giró. Mientras él miraba, perdido, el horizonte, ella con unas manos ágiles y precoses arreglaba un nudo casi nunca desarmado. Le dio un beso, lo miro a los ojos y con más sangre de la que debiese en las mejillas dijo.
Prométeme algo. De respuesta recibió un exiguo ¿Qué cosa?
Que hoy, llegaras a las 6, cansado pero con algo que comer.
Bueno- respondió, mientras que con su mano sudorosa intentaba agarrar un maletín- Pero tú también me tienes que prometer algo.
Extrañada le pregunto qué.
El dijo que mientras el estuviese fuera ella seguiría siendo igualmente feliz.
Respondió que sí y sin más cerró la puerta. Luego tocó el citófono, tostó un pan, lo comió, tomó un vaso de leche, se duchó, se secó, se vistió, buscó el control remoto, prendió la tele, se acurruco y vio tele; farándula, noticias de la una, los Venegas, teleserie venezolana, teleserie mexicana, noticias de media tarde, programa de talentos, Los Simpsons.
Luego de horas de ocio, con los parpados hinchados de tantas tonteras, fue a la cocina en pijama a rayas y comió quaker y leche, mucha leche y mucho quaker. Se sentó y miro el reloj, faltaba poco, en media hora todo terminaría. Legaría con un sobre hinchado que poco a poco iría enflaqueciendo hasta ser diagnosticado de anorexia.
A la hora no llego, ni tampoco cinco minutos después. Luego de diez minutos de agonía y mientras ella bullía de exasperación apareció, con la corbata maltrecha y sudado de pies a cabeza. Con mirada cabizbaja llego a su lado y le dijo entre gimoteos que la empresa lo despidió por reducción de personal. Ella, mirando la nada, rompió en llanto y le dijo que ella tampoco pudo. Él se apartó extrañado. Ella, extrañada, se acercó, o al menos eso trató. Le dijo que por mucho esfuerzo que hizo no pudo. El le dijo que le prometiese que no volvería a romper la promesa, ella hizo lo mismo y así se acostaron y durmieron tranquilos una noche más.

lunes, 20 de julio de 2009

Marianne

Me he aburrido, ya no doy más con esta situación.
No soporto cuando tan airosa pasas cerca de mí, me hablas y me robas.
Con completo descaro hurgas y sacas lo que quieres. Lo que más me indigna no es que me robes repetidamente, sino que yo no haga nada, que no haga uso de mis derechos, que me deje estar, que no enfervorice la labor de cuanta fuerza pública hay en “mí país”.
El otro día, si mal no recuerdo, estaba sentado tomando, como de costumbre, un té, era bastante insípido, ya había pasado un largo periodo entre que me lo sirviesen y lo tomase. Coincidió este último con tu llegada. Con tus aires de diva me quitaste el aire. Con unas plumas avejentadas y bastante derruidas quitaste de mi toda traza de madurez, crispado, hecho un almacigo de persona. Estaba vuelto loco cuando diste la vuelta y te largaste, siempre he pensé que esa facha de gentleman te gustaba. Pedía de antemano un té que no me gustaba, tomaba un diario de comercio que no entendía y vestía devotamente un traje que había heredado de mi abuelo. Sin duda él, no como yo, tuvo más suerte.
Quizás fueron mejores momentos. Quizás la municipalidad de Providencia era más pujante, más acaudalada y rendía buenos tributos a sus fieles paisanos.
Quizás con un sueldo no tan exiguo como el mío pudiste dejar de lado la bicicleta y montar un trolley, invitar un helado a una señorita risueña que a todo respondía moviendo levemente una mano enfundada.
Pero bueno. Esto es una denuncia pública, no es posible que en un mundo civilizado como en el que vivimos, donde nos vanagloriamos de los sistemas de transporte y de la educación de calidad que brinda el estado, existan personas como tú, que pasan, saludan y se van, dejando rastros que pudiesen ser fácilmente localizadas con luminol.
Que desgarran desde dentro con un suave sonsonete, que va más allá de las notas.
Que no se culpe a nadie, porque cuando veo como se iluminan tus ojos resulta obvio que es una actitud intrínseca, parte de tu naturaleza.
No te culpo, porque eres una niña en cuerpo de mujer, juegas con uno como si fuese un peluche, me estiras, me tomas del cuello y me examinas, miras la corbata, ves la marca, si no es la original no sirve. Luego de un fastuoso examen, meticuloso y sin prisa me tomas, me levantas y me dejas caer.
No quiero más, no quiero que te entrometas en mi vida y me robes la quietud; que entres y me robes el aliento; que entres y me fije de tal modo en tus ojos que me desdoble en un afán primoroso. No quiero que me revuelques y cambies mi vida. Ya no más, basta con todo lo que has hecho, como si fuese un muñeco de trapo.
Regálame una sonrisa. Sí, de ese modo. Ya no vuelvas.
Bueno, róbame una vez más, pero prométeme que no será la última.

sábado, 18 de julio de 2009

La encendida

La estufa encendida. Él, al igual que ella, encendido caminaba a tropezones por un pasillo oscuro, pese a un tubo fluorescente que pendía intrépidamente de unos cables que de a poco y al paso de los años iban perdiendo color y firmeza. Bamboleante caminó y caminó. Sentía que no movía sus piernas, sino un par de espárragos que en algún minuto tropezarían con un charco, pero no con cualquier charco, sino con uno de mayonesa. Lo aterraba, no por saberse más rico, sino por el extraño miedo y tendencia a que alguien lo comiese.
Como si fuese un mártir que con su último suspiro llega al cielo, Javier tomó el pomo de la puerta y lo hizo girar. Inundó sus mejillas un calor intenso, que poco a poco iba cundiendo por el pasillo, que lentamente iba calentando lo que la inhumana luz blanca nunca avivó. Todo se tiño de rojo, donde las mejillas que atravesadas por surcos de la edad no se diferenciaban del resto de la pieza. Todo rojo, nada rojo.
El calor de la pequeña maquina laboriosa, silenciosa, emancipadora no pudo más y de un minuto a otro, junto a Javier, se apagó. No brilló más.
Javier tampoco, cayó, rendido a una cama que lo acogía con las últimas trazas del rojo de la estufa.
Cerró poco a poco los ojos y, sin enfocar bien, distinguió como empezaba, de nuevo, a crepitar tras de sí una llama que sin duda acabaría con él.
En medio de la noche, cuando el frío entra por la puerta sin preguntarle a nadie y cala hasta los huesos sin dejar a nadie indiferente, despertó Javier.
No sentía frío, ya no.
Miro hacia atrás y no vio la estufa. Vio como un fuego encendía otros fuegos. Vio como ya no había escritorio, ni guitarra, ni estantería, sino una bola de fuego que bailaba al son del chiflón que entraba por la puerta. Algunas cosas cayeron, ardientes, de los estantes. Peluches fueron las primeras victimas, seguidas de un montón de libros. La estufa nunca la logró distinguir, era parte de una sociedad, de la sociedad que arde.
Trató de mover los pies, no respondían. Trató con tal cautela que después de tratar con todos se dio por vencido. Cerró los ojos y se acurrucó entre las frazadas que, maliciosamente, lo llamaban a descansar.
Movió la cabeza de entre muchas frazadas y se vio en sus ojos un fuego insaciable de esperanza. Trató de mover las piernas, no pudo. Ya desesperado busco por todas partes, no había nadie que comiese espárragos.
La invitación era insoportable, cayó, cayó y cayó sin remordimiento entre cuantas sabanas y frazadas encontró a su paso.
Despertó en la mañana y sobresaltado vio como la pieza estaba. Se paró y salió como de costumbre a lavarse los dientes y recoger el diario.