martes, 13 de octubre de 2009

reales pavos...

-Me aburrí de estas cuestiones- las tomé y las tiré lejos. Me miró perpleja. No espere una respuesta, di media vuelta y me fui.
Esto había empezado no hace mucho, hace al menos un mes. No me las había sacado en todo ese tiempo teniendo la secreta esperanza de que funcionasen.
En las mañanas las perfumaba y peinaba, tenían que lucir esplendidas cuando la viese. Las oportunidades no se regalan se pelean a muerte.
Poco a poco se empezaron a quebrar y a apolillar. Otras personas tenían nuevas y relucientes, las mías se volvían con el tiempo opacas, al igual que mi postura frente a ellas.
Un día, hoy, no pude más y las tiré con todas las fuerzas lo más lejos posible.
La lucha se había vuelto encarnizada y había que forcejear casi para conseguir hablar. A codazos uno podía dirigirle la palabra, en cualquier minuto empezarían los cabezazos para decidir quien tendría el placer.
Ya de mal humor me alejé un poco.
Me arrepentí y entre de nuevo al circo, teníamos plumas de pavos reales alrededor de la cabeza, pero en realidad éramos unos reales pavos.
Me fui del sur. Así era como empezaba Javier una carta que mandó para la navidad de otras latitudes.
.
-Acá es bonito, pero de vez en cuando se cae el cielo, nunca lo he visto, pero lo escucho a diario.
La primera vez fue en la madrugada de un sábado, el primer sábado después de mi llegada. Me había acostado de lado, debajo de mi cabeza estaba la almohada y al otro lado de ella, mi brazo, inerte. Al principio no podía cerrar los ojos y me preguntaba cuanto duraría así. A los pocos minutos los ojos se cerraban y la ponzoña del lenguaje ajeno se apoderaba de mí.
Un estruendo, uno sólo y yo pegado al techo, mirando unas estrellas fosforescentes que de seguro si fuesen de verdad estarían ahora en el suelo. Escuche como caía, el estruendo fue ensordecedor.
Al principio sentía el sudor frío correr por mi frente. Pensé en una guerra de pandillas, en que algo había explotado.
Moví de a poco el cuerpo, aun sintiéndolo acalambrado.
Me acerqué a la ventana y no vi nada, estaba oscuro, era temprano y todavía no aclaraba.
Me devolví rápido, me cubrí con las sabanas y volví a dormir.
No le di mayor importancia, al otro día ya habían muchas más cosas que hacer, o por las que preocuparse.
Pero siguieron, y se hicieron más estruendosos y constantes. Ahora cada vez que toco la almohada siento como el cielo cae a pedazos de un solo tronazo.
Poco o nada me queda por hacer. El otro día me quedé en vela esperando, mirando por la ventana para ver como caía, pero nada.
Al final me voy a acostumbrar, supongo que todos al final se acostumbran a estas cosas.
Al fin y al cabo acá en el norte nadie habla de eso, nadie presta atención al cielo o como se cae a pedazos sobre las casas, sobre todo-



Los saluda atentamente
Javier

jueves, 1 de octubre de 2009

Morfeo

No puedo parar. Esa es una excusa, algunos siguen así. Como si esto fuese un juego. Creen que esto es como una bola de nieve que se hace más grande en cuanto más tiempo lleva bajando una colina. La verdad yo no conozco la nieve, la vi un par de veces, lejos, ajena. Siempre hay alguien más, probablemente con bigote, puntiagudo, azuzándote, desde atrás diciéndote al oído que tienes razón, que vas bien, que al final así debía ser. Que en el fondo no es tu culpa, que es fruto del azar y la mala praxis de un dios ajeno y egipcio que aburrido de jugar a las quemadas se puso a jugar a los dados contigo.
Pero no es así, no te mientas. Al final, tratando de abolir y disuadir ese sentimiento perverso, terminaras siendo otro. Acepta que eres un escarabajo pelotero, que haces de tu mundo una pelotita y recorres la vida construyéndola. Que al final la responsabilidad no cae sobre un búho.
No te mientas, no regresará. No habrá una rendición de cuentas, no eres responsable, ella tampoco. Tampoco habrá un juicio final donde veas al lado y te atragantes con tu saliva, no habrá una línea de espera, no te esperaran y tampoco caerá sobre ti el mundo entero, porque al final del día hay que irse a acostar.
Porque al final del día el mundo sigue y, pese a que tú no duermas pensando en ella, ella estará en los brazos de otro.

lunes, 24 de agosto de 2009

Brazo de Reina

Salía del metro, al igual que quizás cuantos hijos de vecinos. Era ya tarde, o al menos estaba oscuro, era otoño y ya empezaba a caer el sol. Siempre me deprimía cuando empezaban a ser más cortos los días.
Llevaba un bolso. Sí, el mismo que hace dos años me regalaron para mi cumpleaños.
Afuera llovía y, cubierto con el gorro de la parca, miraba hacía el piso, más bien hacia esas rendijas que tienen los peldaños de las escaleras mecánicas.
Vi al lado, mujer, una entre miles. Ataviada con bolsas, trataba de abrir un paraguas mientras sin temor los peldaños eran comidos por la escalera. El fin se aproximaba. Un poco desesperada, tiraba, jalaba, parecía que el paraguas la fuese a engullir de un minuto a otro, pero no pasó nada, ni se inmuto. En el último minuto lo abrió. Dejó salir un resoplido, entre cansancio y admiración.
Llegué al último peldaño, lo vi desaparecer y di un paso. De improviso me enfrenté a varias cosas. Por un lado una lluvia que arreciaba, el viento venía en mi dirección, ningún sombrero me hubiese servido, menos el que tenía puesto. Entrecerré los ojos, miré por el rabillo del ojo todo y conforme pasaron las cuadras me iba, inconscientemente, jorobando.
También escuché al costado del pasamano de la salida del metro una voz chillona, gritaba dale que suene. Vendía brazos de reina, tenía una entre su brazo y un abultado chaleco. En la otra mano tenía otro, lo blandía como quien con el santificase a los fieles en la plaza de San Pedro, por un segundo me la imagine como papa. Pensé como sería que en las misas no hubiese más hostias, ni más vino, puro santo brazo de reina.
El bichito nunca salió de mí, desde chico preguntaba porqué, hace mucho que no iba a misa, tal vez ya se había impuesto la moda de las reinas, o sea de sus brazos.
La miré de reojo, al igual que como miré todo lo demás en el viaje hacia la casa. Estaba apabullada por quizás cuantas horas ahí, parada, gritando como enferma de la cabeza.
Miró con ojos desinhibidos, haría cualquier cosa por deshacerse de esos penecillos. No hacía sino gritar mecánicamente, y cuando alguien se acercaba hacía pequeños intervalos entre los gritos y una charla presumida, decía que eran exportados, de la mejor calidad. No me convenció, pero igual le compré uno. Dijo que iban bien con un tecito en la tarde, para la familia. Pregunte el precio.
-tres mil- Dijo, mientras miraba hacia todos lados, menos a mí. Yo, con cara de atolondrado, le dije.
-¿Qué? Pero si al frente cuestan luca- Miró, como si en esas pocas palabras le hubiese sacado la madre.
-Que te creí, pendejo. Anda al frente si querí, pero aquí nadie me dice que hacer.
Pues bueno, la discusión la ganó. Pasé la plata y ella, hecha un mar de agradecimientos buenas venturas y cartones, me pasó un brazo de reina envuelto en cartón forrado.
Lo llevé bamboleando todo el camino, eso en una mano. Mientras en la otra llevaba mi mochila, llena de cuadernos. Llovía a chuzo, lo que no sabía era que en cuanto llegase, abriría la mochila y todo estaría flotando en agua.
Llegué, abrí la mochila y todo el asunto. Los limpié y los puse frente a la estufa para que se secasen, amarrados a una pita por unos perritos.
Grité, fuerte. Todos bajaron, unos con pantuflas, más bien una, mi hermana. También mamá, me dijo que para que tanta bulla, que callara, que hablara despacito, que la jaqueca no la dejaba tranquila.
Mi hermana, muy suelta de cuerpo, se sentó, empuño un cuchillo y esperó. Yo también esperé. Me senté y la miré, cuando todo estaba tenso salté por encima de la mesa, la agarré por el cogote y la asusté. Ella dio un brinco y refunfuño. Le pregunté que hacía ahí, sentada, miró y sonrió con unos dientes picarones. Me mató. La tomé de un brazo y la llevé conmigo a la cocina, ahí le pasé unos platos y unas tazas y la mandé cambiar. Era hora de tomar once. Cuando ya todos estaban sentados, y mi corbata estaba menos ajustada, me paré y les dije que compré algo, de debajo de la mesa saqué el brazo de reina, lo puse encima y lo abrí.
Yo no miraba lo que abría, miraba a mi mamá, sabía que le gustaba. Supuse que algo iba mal o más bien todo iba mal, cuando vi una cara de asco; desprecio.
Miré abajo y era que no había masa entre esas cuatro paredes blancas, había un anillote de oro con una piedra azul gigante, todo relucía con especial fulgor. Con la boca desfigurada me acerqué y lo examiné. Debajo del anillo yacía un brazo inerte.
El anillo estaba en el dedo anular, estaba morado por la presión. Al lado estaba el resto de los dedos, sin arrugas, parecía como si los hubiesen planchado. Con cutículas perfectas y sin un rasguño, un cuidado excesivo. Pensé “si supiese que iba a terminar aquí no hubiese hecho tanto alarde de sus cutículas”. Pensé que pocos en el país podrían tener manos así. De algún modo desde que nació la dueña de esas manos no había hecho ningún esfuerzo considerable, parecían manos de un niño que creció de repente y que no tuvo tiempo de ocuparlas lo suficiente como para dejar marca. Eran nuevas, miré las mías. Medias rotas por lavar loza y medias rotas por lavar ropa, rotas por completo al enfrentarse a estas otras, incorruptas. Dejando de lado la mano, empecé a ver su brazo, era blanco, luego me di cuenta que todo estaba bañado de blanco, como la nieve. Se veía, en el fondo, las venitas que ya no crepitaban, azules. Al final del brazo, donde debiese estar el hombro, había un corte certero, me recordó al sushi y me dieron nauseas.
Lo llevé a la cocina, lo cerré, lo amarré con scotch y me apoye en el mesón. Todo giraba rápido.
Volví al comedor y me miraban, estupefactas. Yo también las miraba, también estupefacto. Les dije la verdad, que lo había comprado ahí, en la salida del metro, también les dije que al día siguiente iría a reclamarle y es por eso que estoy aquí ahora.
-Bueno, y que quiere que le haga, le ofrecí un brazo de reina, se lo vendí y ahí lo tiene- dijo mirando la nada y mientras esperaba una respuesta se escudriñaba la fosa que tenía por boca con la lengua.
Al igual que con a todos la miré, me miró pero ni se inmutó. Hice un mayor esfuerzo, esperé a que en cualquier minuto empezase a arder, pero no funcionó.
Se apoyó en el carrito y con desdén me preguntó que como solucionaríamos esto. Le respondí que yo dejaba el paquete encima de donde guardaba los brazos de reina y ella me pasaba las tres lucas. M e tomó las manos, las junto y dijo en voz bajita muy cerquita mío.
-no mijito, usted se cree el hoyo del queque, pero lo que le vendí fue un brazo de reina. Váyase a su casa y cómaselo, disfrútelo, es bien rico, pero de a poquito, porque cae pesado.

domingo, 9 de agosto de 2009

Tu límite, no. Mi inicio

-Y ¿porque?
Bueno porque pasó que llegué en el vuelo de las once de la mañana aquí, es poco conocido y ni siquiera yo puedo pronunciar bien su nombre, me hospedé en un hotel céntrico, a unas cinco cuadras del palacio de gobierno.
Ahí todo era bulla y pasos agitados. Excepto algunos grandes latifundistas que acompañaban a sus nietos al único cine que había en toda la ciudad, de hecho para conseguir un boleto era necesario comprarlo con antelación, al menos dos semanas.
Al menos así lo hacía el común de la gente, había algunos que se jactaban de tener el poder de conseguirlos el mismo día con su sarta de contactos.
Yo, junto a mis pantalones abombados comprados exclusivamente para el lugar tropical donde me mandaron, salí a caminar en cuanto mis maletas estaban bien dispuestas sobre mi cama.
Bajé las escaleras, el ascensor era viejo, confianza no me daba. El piso estaba cubierto de una alfombra felpuda, el resto del hall central era de un blanco hueso iluminado por unos tubos que se ceñían a iluminar lo meramente necesario.
En recepción había un negro que saludó sacándose la gorra y mostrando unos grandes dientes blancos. Había una puerta giratoria, dentro, unos niños que jugaban a alcanzarse, luego supe que se llamaban Begoña y Javier, entré al juego y salí del otro lado.
Entonces el calor azotó mi cara.
En cuanto salí del hotel todos mis sentidos colapsaron, el olor a especias impregna la ropa, los colores hacen que los ojos casi se salgan de sus orbitas y sientes que todos te rozan y eres uno con todos.
Vi al cielo, había un sol implacable.
Empecé a caminar por la vereda, tarea casi imposible, era una calle principal y, en vez de uno caminar, era llevado por una masa inmensa con conciencia propia. Ahogado, me escabullí a una calle secundaria, seguí caminando con una mano en el bolsillo cuidando mi billetera, mientras que la otra acariciaba de a tironcitos un bigote prominente, bien cuidado, uno de mis orgullos.
Me detuve frente a una tienda de electrodomésticos con nombre gringo, se llamaba Feeney. Entre tostadoras y lavadoras de segunda mano había un televisor conectado al canal de la región, se detuvieron las transmisiones, en la televisión apareció el presidente del país, con un gorro militar verde y una cantidad insufrible de chapitas de condecoración hacía el anuncio de su ley estrella, de la promesa tras la reelección en el poder. Se había desarrollado un plan en la capital para devolverles a los ciudadanos la posibilidad de caminar tranquilos, sin un tumulto que socava sus posibilidades de movimiento. Era una solución simple, iba a haber líneas y esas líneas no podían ser cruzadas.
Los ingenieros del presidente salieron en la tele a continuación, con una serie de estadísticas y dibujos trataron de explicar la lógica tras el proyecto.
Otra medida para disminuir la aglomeración de transeúntes era que todas las calles ahora eran transitables.
Ya se hacía tarde, había estado, como embobado, una hora viendo a unos gallos deshaciéndose en explicaciones.
Tenia que volver a desarmar las maletas, me apuré y acelere el tranco, pero al llegar a la avenida me estrellé contra un murallón de gente, tardé otros quince minutos en llegar al hotel.
Desarmé las maletas, comí y me acosté. Al acostarme miré el techo, estaba tapizado con imitación de piel de leopardo, lo encontré medio charro y divagué, pero no era esa la causa de mi desvelada. Cerca de las doce empecé a escucha, eran camiones, montones. En cada uno venían unos cuantos voluntarios o militares, trabajaron toda la noche claveteando líneas negras en el piso. Era un sonido metálico, seguido de un aullido proferido por una tierra que se desangraba. No dormí en toda la noche, me paré junto a la puerta y miré como poco a poco se acababan las fuerzas de los voluntarios.
Cerca de las cuatro terminaron. Exhaustos, se subieron a los camiones. Yo, también exhausto, me tiré a la cama.
Al despertar, logré ver la magnitud del trabajo, era temprano y vi como toda la ciudad era cruzada por líneas, miles.
Poco a poco se lleno de gente, ese día no salí, me quedé en la ventana, viendo como todos utilizaban un carril, como en el banco. Buscando una respuesta, caminaban cabizbajos miles de negros. Era más ordenado, pero seguía siendo una marea, al menos una marea baja.
El día pasó y la gente también, según lo planeado todo salió bien. Me dormí y dormi por dos, por mi y por el de ayer.
Desperté alarmado, eran las tres de la mañana y se escuchaba el martillar de la noche anterior, supuse que era lo mismo, que algunas planchas se habían despegado y estaban reparando un desastre. A la mañana siguiente supe que no era eso.
Desperté por los abucheos y las puteadas, se escuchaba clarito a una señora gorda que gritaba con una voz gruesa.
Me asomé por la ventana y vi ambas veredas repletas de gente, al medio nada. En medio de la calle habían puesto, quizás quien, líneas transversales, era como un tablero de ajedrez.
Azorado prendí la tele. Era temprano y daban dibujos animados, probablemente el estado no sabía nada. En la noche del mismo día hubo, nuevamente, cadena nacional apareció el presidente un poco descompuesto, con una servilleta se seco la calva que destilaba sudor. Se refirió a las líneas como una situación difícil de lidiar y se aventuró a decir que dentro de dos días seria resuelto, en dos días renunció.
Al otro día desperté con la tele a todo volumen, se habían hecho barricadas a ambos lados durante la noche. Dependiendo del canal se culpaba a distintas personas. Una televisora que estaba del otro lado, culpaba a este lado. Mientras que una radioemisora de este lado culpaba al otro de incitar la violencia con acciones subversivas. Pasaron el día así, entre dimes y diretes.
Hoy salió el presidente en un video ya grabado, dicen que ahora ya esta fuera del país. Una simple línea esta dividiendo un país entero, no puedo creerlo ¿Qué te parece?
- Que horrible, nunca pensé que pasaría por algo así. ¿Cuándo vuelves?
- No sé, todo esta detenido acá, se supone que me iba ahora, pero no puedo. Fernanda, sabes que te quiero ¿no?- le decía mientras lo abrumaba ver, entre las cortinas, una humareda de barricada.
- Sí, obvio- veía la tele, impávida, mientras se cortaba las uñas- Oye, se me olvidó ¿Donde estas?
- En Rwanda.

Marearse

-Y ¿como has estado?-preguntó mientras acariciaba el cordón plástico que separaba el teléfono de la pared.
Bastante bien- dijo el interlocutor mientras recorría una calle atestada de gente, junto a su celular revisaba las distintas ofertas de las tiendas por departamento.
Las ofertas no estaban en su lenguaje materno, pero de todos modos entendía lo que querían decir: apúrate en comprarme porque luego no habrá tallas. Se desquició con una señora peleando por una camisa a rayas. Sin embargo nunca soltó el teléfono, conversaba como autómata, guiado por la siempre fiel línea argumentativa de sus conversaciones con Javier.
Javier, también un poco desquiciado, buscaba consuelo en esa cuerda que no dejaba tranquila, la envolvía hacia un lado y otro tratando de explicarse porque estaba hecho un atado de nervios.
Por cortesía, Gabriel preguntó de vuelta cómo estaba. En una primera instancia la respuesta no lo sorprendió, pero en una segunda repasada mental sintió que: o ya era muy viejo, o el mundo cambiaba mientras dormía.
-Aquí, soñando que todo saldrá bien. Que voy a tomar la micro, me voy a bajar en donde debo, que voy a ir a paso firme y resuelto, me voy a plantar frente a su casa, voy a tocar el timbre y cuando salga a darme la bienvenida no voy a esquivar su mirada. Que luego de entrar el perro no me va a morder la pantorrilla y que de una vez por todas le voy a plantar un beso, sin ser cursi la voy a tomar por la cintura en su pieza y voy a estampar mis labios contra los suyos. Que con un silbar ahogado mis dientes responderán a sus llamados. Que mi lengua no se entumecerá y que sin embargo no voy a tirarme encima. Me alejaré medio metro y ella, como embrujada me seguirá, encajará sus manos en mi pelo.
Gabriel quedo pasmado, se sentó en un banco mientras el resto de la gente hacía de sus compras una batalla campal. Se sobó la frente y le pregunto si estaba bien.
-No sé, me siento un poco mareado- respondió con la voz ya apagada.

martes, 21 de julio de 2009

Nunca se levantaron, siempre soñaron

Se levantaron.
Begoña por la izquierda y Javier por la derecha.
Ella lo primero que hizo fue mirarse al espejo para ver, ya no cuantas canas tenía, sino cuantos pelos de color negro azabache le quedaban. Ya no eran muchos, pese a su poca edad. Esos eran los que lo atrajeron a su cama. El, cautivado por su olor, se acercaba y en cuanto estaba al alcance de su mano lo agarraba, lo agarraba fuerte, porque siempre pensó que si en algún minuto él volaba, ella se moriría.
Ahora de lo más coqueta, blandía sus últimos recursos. Con poca prestancia, pero con mucho amor, buscaba que se fijase en ella.
El, por su parte, despertaba, luego de una buena fiesta, con un dolor de cabeza que quebraba su mundo en dos. Lo que unía ambos era que resonaban en su cabeza y que en ambos amaba a Begoña.
A sus treinta años no podían pedir más, no porque tuviesen todo, como muchos de sus amigos, sino por todo lo contrario, porque ya no había espacio para ellos en “el mundo”
Se despabiló antes de salir de cama. La camisa lo esperaba tras la puerta, junto a la típica soga que ahorca hasta matar, hasta matar los sueños, a algunos les gustan amarillas, a otros rojas, pero a Javier le gustan las de monitos amarillos con cara sonriente.
Ella, como una abejita corría de un lado a otro, frenética gritaba que él llegaría tarde, por su parte Javier sin ninguna preocupación se daba su tiempo, era una de las pocas cosas que le pertenecian.
Tomó desayuno, agarró un bestón de entre tres. Tenía uno azul oscuro, otro negro y otro café. Los primeros dos los compró el primer año de casado, dieron como resultado peleas y más peleas que empezaban con “¿de que color es el bestón?” y terminaban con comentarios respecto a que uno no entendía al otro o que otro asfixia al uno.
Ya arto, las marcó con letras rojas y grandes. Luego compró el de color café.
Salió al umbral de la puerta, ella lo detuvo por el hombro y lo giró. Mientras él miraba, perdido, el horizonte, ella con unas manos ágiles y precoses arreglaba un nudo casi nunca desarmado. Le dio un beso, lo miro a los ojos y con más sangre de la que debiese en las mejillas dijo.
Prométeme algo. De respuesta recibió un exiguo ¿Qué cosa?
Que hoy, llegaras a las 6, cansado pero con algo que comer.
Bueno- respondió, mientras que con su mano sudorosa intentaba agarrar un maletín- Pero tú también me tienes que prometer algo.
Extrañada le pregunto qué.
El dijo que mientras el estuviese fuera ella seguiría siendo igualmente feliz.
Respondió que sí y sin más cerró la puerta. Luego tocó el citófono, tostó un pan, lo comió, tomó un vaso de leche, se duchó, se secó, se vistió, buscó el control remoto, prendió la tele, se acurruco y vio tele; farándula, noticias de la una, los Venegas, teleserie venezolana, teleserie mexicana, noticias de media tarde, programa de talentos, Los Simpsons.
Luego de horas de ocio, con los parpados hinchados de tantas tonteras, fue a la cocina en pijama a rayas y comió quaker y leche, mucha leche y mucho quaker. Se sentó y miro el reloj, faltaba poco, en media hora todo terminaría. Legaría con un sobre hinchado que poco a poco iría enflaqueciendo hasta ser diagnosticado de anorexia.
A la hora no llego, ni tampoco cinco minutos después. Luego de diez minutos de agonía y mientras ella bullía de exasperación apareció, con la corbata maltrecha y sudado de pies a cabeza. Con mirada cabizbaja llego a su lado y le dijo entre gimoteos que la empresa lo despidió por reducción de personal. Ella, mirando la nada, rompió en llanto y le dijo que ella tampoco pudo. Él se apartó extrañado. Ella, extrañada, se acercó, o al menos eso trató. Le dijo que por mucho esfuerzo que hizo no pudo. El le dijo que le prometiese que no volvería a romper la promesa, ella hizo lo mismo y así se acostaron y durmieron tranquilos una noche más.

lunes, 20 de julio de 2009

Marianne

Me he aburrido, ya no doy más con esta situación.
No soporto cuando tan airosa pasas cerca de mí, me hablas y me robas.
Con completo descaro hurgas y sacas lo que quieres. Lo que más me indigna no es que me robes repetidamente, sino que yo no haga nada, que no haga uso de mis derechos, que me deje estar, que no enfervorice la labor de cuanta fuerza pública hay en “mí país”.
El otro día, si mal no recuerdo, estaba sentado tomando, como de costumbre, un té, era bastante insípido, ya había pasado un largo periodo entre que me lo sirviesen y lo tomase. Coincidió este último con tu llegada. Con tus aires de diva me quitaste el aire. Con unas plumas avejentadas y bastante derruidas quitaste de mi toda traza de madurez, crispado, hecho un almacigo de persona. Estaba vuelto loco cuando diste la vuelta y te largaste, siempre he pensé que esa facha de gentleman te gustaba. Pedía de antemano un té que no me gustaba, tomaba un diario de comercio que no entendía y vestía devotamente un traje que había heredado de mi abuelo. Sin duda él, no como yo, tuvo más suerte.
Quizás fueron mejores momentos. Quizás la municipalidad de Providencia era más pujante, más acaudalada y rendía buenos tributos a sus fieles paisanos.
Quizás con un sueldo no tan exiguo como el mío pudiste dejar de lado la bicicleta y montar un trolley, invitar un helado a una señorita risueña que a todo respondía moviendo levemente una mano enfundada.
Pero bueno. Esto es una denuncia pública, no es posible que en un mundo civilizado como en el que vivimos, donde nos vanagloriamos de los sistemas de transporte y de la educación de calidad que brinda el estado, existan personas como tú, que pasan, saludan y se van, dejando rastros que pudiesen ser fácilmente localizadas con luminol.
Que desgarran desde dentro con un suave sonsonete, que va más allá de las notas.
Que no se culpe a nadie, porque cuando veo como se iluminan tus ojos resulta obvio que es una actitud intrínseca, parte de tu naturaleza.
No te culpo, porque eres una niña en cuerpo de mujer, juegas con uno como si fuese un peluche, me estiras, me tomas del cuello y me examinas, miras la corbata, ves la marca, si no es la original no sirve. Luego de un fastuoso examen, meticuloso y sin prisa me tomas, me levantas y me dejas caer.
No quiero más, no quiero que te entrometas en mi vida y me robes la quietud; que entres y me robes el aliento; que entres y me fije de tal modo en tus ojos que me desdoble en un afán primoroso. No quiero que me revuelques y cambies mi vida. Ya no más, basta con todo lo que has hecho, como si fuese un muñeco de trapo.
Regálame una sonrisa. Sí, de ese modo. Ya no vuelvas.
Bueno, róbame una vez más, pero prométeme que no será la última.

sábado, 18 de julio de 2009

La encendida

La estufa encendida. Él, al igual que ella, encendido caminaba a tropezones por un pasillo oscuro, pese a un tubo fluorescente que pendía intrépidamente de unos cables que de a poco y al paso de los años iban perdiendo color y firmeza. Bamboleante caminó y caminó. Sentía que no movía sus piernas, sino un par de espárragos que en algún minuto tropezarían con un charco, pero no con cualquier charco, sino con uno de mayonesa. Lo aterraba, no por saberse más rico, sino por el extraño miedo y tendencia a que alguien lo comiese.
Como si fuese un mártir que con su último suspiro llega al cielo, Javier tomó el pomo de la puerta y lo hizo girar. Inundó sus mejillas un calor intenso, que poco a poco iba cundiendo por el pasillo, que lentamente iba calentando lo que la inhumana luz blanca nunca avivó. Todo se tiño de rojo, donde las mejillas que atravesadas por surcos de la edad no se diferenciaban del resto de la pieza. Todo rojo, nada rojo.
El calor de la pequeña maquina laboriosa, silenciosa, emancipadora no pudo más y de un minuto a otro, junto a Javier, se apagó. No brilló más.
Javier tampoco, cayó, rendido a una cama que lo acogía con las últimas trazas del rojo de la estufa.
Cerró poco a poco los ojos y, sin enfocar bien, distinguió como empezaba, de nuevo, a crepitar tras de sí una llama que sin duda acabaría con él.
En medio de la noche, cuando el frío entra por la puerta sin preguntarle a nadie y cala hasta los huesos sin dejar a nadie indiferente, despertó Javier.
No sentía frío, ya no.
Miro hacia atrás y no vio la estufa. Vio como un fuego encendía otros fuegos. Vio como ya no había escritorio, ni guitarra, ni estantería, sino una bola de fuego que bailaba al son del chiflón que entraba por la puerta. Algunas cosas cayeron, ardientes, de los estantes. Peluches fueron las primeras victimas, seguidas de un montón de libros. La estufa nunca la logró distinguir, era parte de una sociedad, de la sociedad que arde.
Trató de mover los pies, no respondían. Trató con tal cautela que después de tratar con todos se dio por vencido. Cerró los ojos y se acurrucó entre las frazadas que, maliciosamente, lo llamaban a descansar.
Movió la cabeza de entre muchas frazadas y se vio en sus ojos un fuego insaciable de esperanza. Trató de mover las piernas, no pudo. Ya desesperado busco por todas partes, no había nadie que comiese espárragos.
La invitación era insoportable, cayó, cayó y cayó sin remordimiento entre cuantas sabanas y frazadas encontró a su paso.
Despertó en la mañana y sobresaltado vio como la pieza estaba. Se paró y salió como de costumbre a lavarse los dientes y recoger el diario.

martes, 23 de junio de 2009

Camino ciego por un sitio baldío, todos me miran, pero nadie me ve.

lunes, 18 de mayo de 2009

mi mejor historia

cursi...cursi...cursi...
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lunes, 30 de marzo de 2009

Cegada

Llegué al café a la hora acordada. Subí un par de escalones y abrí la puerta principal. En una esquina estaba jugando, como habitualmente lo hace, con una cucharita del café. Camine decidida. Hace más de una hora lo llame con la garganta apretada. Pero ya no tengo miedo, esta junto a mí. Pedí un vaso de soda y me trajeron unas galletitas. Le dije que padecía gatito para distender la conversación. Luego me puse seria y lacónica. Lo miré a los ojos y le pregunte si me amaba, me dijo que sí. Le pregunte si estaría conmigo siempre y me dijo que sí, cada vez que lo decía acariciaba su incipiente barba. Le pregunte si le podía robar un beso y me dijo que si, se elevo por sobre la mesa y acerco sus labios a los míos, eran tibios. Miré al piso y le dije que estaba enferma y que pronto perdería la visión. Nadie sabía cuando ni como pero pronto, muy pronto perdería la visión. Le dije que lo último que quería ver era su carita sonriéndome, le pedí que hiciese un esfuerzo porque para mí también era difícil. Apoye mis manos en la parte de atrás de su cabeza. Acerque su frente a la mía y sin despegar mi mirada de la suya le pedí que sacase un estuche que había en mi abrigo. Lo sacó y lo dejo encima de la mesa. Le dije de nuevo si me quería y dijo sí. Saque unas tachas y me las clavé, sería la última vez que vería. Di un grito ahogado y sentí mis piernas y manos que se tambaleaban. Traté de tomar su mano pero la escondió, acerque mi mano a su cara y se escabullo. Pregunte si aún me quería y no hubo respuesta. Un ardor empezó a abrazarme y no era el dolor. Era inquietud. Le volví a preguntar, pero la única respuesta fue el sonoro vaivén de la puerta de entrada.

ausente en el presente


“Llegue a tu lado
Busque tus manos
Y no las encontré.
Busqué tus ojos
y no los encontré.
Busque tus labios
y no los encontré.
Busque tus pechos
y no los encontré.
Desesperado te busqué
y estabas ahí”

C. Donovan

mis sueños

Cuando el divagar y suponer respecto al mundo que creo a partir de las decisiones y circunstancias que me depara mi futuro y los que desecho se hace más pesado que el sueño que me tienta me retuerzo, saco una frazada, pongo una colcha, cambio de lado la almohada caliente, boto unos cojines al piso, busco a tientas el ipod, escucho música, me saco los audífonos que me incomodan, prendo la luz, miro el computador con sus luces titilantes, me recuesto de nuevo, miro de reojo y creo ver alguien en el asiento del escritorio, siento que se mueve y empuño un libro como si con el pudiese hacer daño, prendo la luz desesperado y no hay nadie. Luego aprovecho la luz para leer y mientras leo sigo divagando respecto a como sería si… Cabeceo y no me duermo, voy al baño, me miro al espejo y sigue ahí el fantasma de un futuro que no me deja tranquilo. Me cepillo los dientes, siguen amarillos, yo sigo ahí igual de taciturno que anoche. Bajo las escaleras, saco la leche, saco un vaso y tomo, se esparce por el surco de mis labios, dejo que quede ahí un minuto y con la manga me limpio. Me siento y creo que el sillón me esta empezando a digerir, las tachas parecen moverse y acecharme, no las quiero ver porque sé que en cuanto las mire van a saltar. Prendo la tele y ojeo una revista donde aparecen mujeres con ropa ajustada que uno nunca ve en el metro. Recuerdo el ruido chirriante del metro y la brisa subterránea que acaricia el pelo. No veo la televisión, sino unas manchas que se zangolotean al vaivén de una música en un idioma que nunca voy a entender. Apago la luz y la televisión, subo las escaleras y miro el techo de mi cama mientras jugueteo con las manos encima de las sabanas, hago casitas habitadas por señores muy curiosos, flores y picaflores, mis manos se baten como si de eso dependiese su vida. Me duermo, despierto, me ducho, tomo desayuno, salgo en auto, llego al colegio vuelvo a mi casa y trato de dormir de nuevo, pero nunca logro encontrar mis sueños.