lunes, 24 de agosto de 2009

Brazo de Reina

Salía del metro, al igual que quizás cuantos hijos de vecinos. Era ya tarde, o al menos estaba oscuro, era otoño y ya empezaba a caer el sol. Siempre me deprimía cuando empezaban a ser más cortos los días.
Llevaba un bolso. Sí, el mismo que hace dos años me regalaron para mi cumpleaños.
Afuera llovía y, cubierto con el gorro de la parca, miraba hacía el piso, más bien hacia esas rendijas que tienen los peldaños de las escaleras mecánicas.
Vi al lado, mujer, una entre miles. Ataviada con bolsas, trataba de abrir un paraguas mientras sin temor los peldaños eran comidos por la escalera. El fin se aproximaba. Un poco desesperada, tiraba, jalaba, parecía que el paraguas la fuese a engullir de un minuto a otro, pero no pasó nada, ni se inmuto. En el último minuto lo abrió. Dejó salir un resoplido, entre cansancio y admiración.
Llegué al último peldaño, lo vi desaparecer y di un paso. De improviso me enfrenté a varias cosas. Por un lado una lluvia que arreciaba, el viento venía en mi dirección, ningún sombrero me hubiese servido, menos el que tenía puesto. Entrecerré los ojos, miré por el rabillo del ojo todo y conforme pasaron las cuadras me iba, inconscientemente, jorobando.
También escuché al costado del pasamano de la salida del metro una voz chillona, gritaba dale que suene. Vendía brazos de reina, tenía una entre su brazo y un abultado chaleco. En la otra mano tenía otro, lo blandía como quien con el santificase a los fieles en la plaza de San Pedro, por un segundo me la imagine como papa. Pensé como sería que en las misas no hubiese más hostias, ni más vino, puro santo brazo de reina.
El bichito nunca salió de mí, desde chico preguntaba porqué, hace mucho que no iba a misa, tal vez ya se había impuesto la moda de las reinas, o sea de sus brazos.
La miré de reojo, al igual que como miré todo lo demás en el viaje hacia la casa. Estaba apabullada por quizás cuantas horas ahí, parada, gritando como enferma de la cabeza.
Miró con ojos desinhibidos, haría cualquier cosa por deshacerse de esos penecillos. No hacía sino gritar mecánicamente, y cuando alguien se acercaba hacía pequeños intervalos entre los gritos y una charla presumida, decía que eran exportados, de la mejor calidad. No me convenció, pero igual le compré uno. Dijo que iban bien con un tecito en la tarde, para la familia. Pregunte el precio.
-tres mil- Dijo, mientras miraba hacia todos lados, menos a mí. Yo, con cara de atolondrado, le dije.
-¿Qué? Pero si al frente cuestan luca- Miró, como si en esas pocas palabras le hubiese sacado la madre.
-Que te creí, pendejo. Anda al frente si querí, pero aquí nadie me dice que hacer.
Pues bueno, la discusión la ganó. Pasé la plata y ella, hecha un mar de agradecimientos buenas venturas y cartones, me pasó un brazo de reina envuelto en cartón forrado.
Lo llevé bamboleando todo el camino, eso en una mano. Mientras en la otra llevaba mi mochila, llena de cuadernos. Llovía a chuzo, lo que no sabía era que en cuanto llegase, abriría la mochila y todo estaría flotando en agua.
Llegué, abrí la mochila y todo el asunto. Los limpié y los puse frente a la estufa para que se secasen, amarrados a una pita por unos perritos.
Grité, fuerte. Todos bajaron, unos con pantuflas, más bien una, mi hermana. También mamá, me dijo que para que tanta bulla, que callara, que hablara despacito, que la jaqueca no la dejaba tranquila.
Mi hermana, muy suelta de cuerpo, se sentó, empuño un cuchillo y esperó. Yo también esperé. Me senté y la miré, cuando todo estaba tenso salté por encima de la mesa, la agarré por el cogote y la asusté. Ella dio un brinco y refunfuño. Le pregunté que hacía ahí, sentada, miró y sonrió con unos dientes picarones. Me mató. La tomé de un brazo y la llevé conmigo a la cocina, ahí le pasé unos platos y unas tazas y la mandé cambiar. Era hora de tomar once. Cuando ya todos estaban sentados, y mi corbata estaba menos ajustada, me paré y les dije que compré algo, de debajo de la mesa saqué el brazo de reina, lo puse encima y lo abrí.
Yo no miraba lo que abría, miraba a mi mamá, sabía que le gustaba. Supuse que algo iba mal o más bien todo iba mal, cuando vi una cara de asco; desprecio.
Miré abajo y era que no había masa entre esas cuatro paredes blancas, había un anillote de oro con una piedra azul gigante, todo relucía con especial fulgor. Con la boca desfigurada me acerqué y lo examiné. Debajo del anillo yacía un brazo inerte.
El anillo estaba en el dedo anular, estaba morado por la presión. Al lado estaba el resto de los dedos, sin arrugas, parecía como si los hubiesen planchado. Con cutículas perfectas y sin un rasguño, un cuidado excesivo. Pensé “si supiese que iba a terminar aquí no hubiese hecho tanto alarde de sus cutículas”. Pensé que pocos en el país podrían tener manos así. De algún modo desde que nació la dueña de esas manos no había hecho ningún esfuerzo considerable, parecían manos de un niño que creció de repente y que no tuvo tiempo de ocuparlas lo suficiente como para dejar marca. Eran nuevas, miré las mías. Medias rotas por lavar loza y medias rotas por lavar ropa, rotas por completo al enfrentarse a estas otras, incorruptas. Dejando de lado la mano, empecé a ver su brazo, era blanco, luego me di cuenta que todo estaba bañado de blanco, como la nieve. Se veía, en el fondo, las venitas que ya no crepitaban, azules. Al final del brazo, donde debiese estar el hombro, había un corte certero, me recordó al sushi y me dieron nauseas.
Lo llevé a la cocina, lo cerré, lo amarré con scotch y me apoye en el mesón. Todo giraba rápido.
Volví al comedor y me miraban, estupefactas. Yo también las miraba, también estupefacto. Les dije la verdad, que lo había comprado ahí, en la salida del metro, también les dije que al día siguiente iría a reclamarle y es por eso que estoy aquí ahora.
-Bueno, y que quiere que le haga, le ofrecí un brazo de reina, se lo vendí y ahí lo tiene- dijo mirando la nada y mientras esperaba una respuesta se escudriñaba la fosa que tenía por boca con la lengua.
Al igual que con a todos la miré, me miró pero ni se inmutó. Hice un mayor esfuerzo, esperé a que en cualquier minuto empezase a arder, pero no funcionó.
Se apoyó en el carrito y con desdén me preguntó que como solucionaríamos esto. Le respondí que yo dejaba el paquete encima de donde guardaba los brazos de reina y ella me pasaba las tres lucas. M e tomó las manos, las junto y dijo en voz bajita muy cerquita mío.
-no mijito, usted se cree el hoyo del queque, pero lo que le vendí fue un brazo de reina. Váyase a su casa y cómaselo, disfrútelo, es bien rico, pero de a poquito, porque cae pesado.

domingo, 9 de agosto de 2009

Tu límite, no. Mi inicio

-Y ¿porque?
Bueno porque pasó que llegué en el vuelo de las once de la mañana aquí, es poco conocido y ni siquiera yo puedo pronunciar bien su nombre, me hospedé en un hotel céntrico, a unas cinco cuadras del palacio de gobierno.
Ahí todo era bulla y pasos agitados. Excepto algunos grandes latifundistas que acompañaban a sus nietos al único cine que había en toda la ciudad, de hecho para conseguir un boleto era necesario comprarlo con antelación, al menos dos semanas.
Al menos así lo hacía el común de la gente, había algunos que se jactaban de tener el poder de conseguirlos el mismo día con su sarta de contactos.
Yo, junto a mis pantalones abombados comprados exclusivamente para el lugar tropical donde me mandaron, salí a caminar en cuanto mis maletas estaban bien dispuestas sobre mi cama.
Bajé las escaleras, el ascensor era viejo, confianza no me daba. El piso estaba cubierto de una alfombra felpuda, el resto del hall central era de un blanco hueso iluminado por unos tubos que se ceñían a iluminar lo meramente necesario.
En recepción había un negro que saludó sacándose la gorra y mostrando unos grandes dientes blancos. Había una puerta giratoria, dentro, unos niños que jugaban a alcanzarse, luego supe que se llamaban Begoña y Javier, entré al juego y salí del otro lado.
Entonces el calor azotó mi cara.
En cuanto salí del hotel todos mis sentidos colapsaron, el olor a especias impregna la ropa, los colores hacen que los ojos casi se salgan de sus orbitas y sientes que todos te rozan y eres uno con todos.
Vi al cielo, había un sol implacable.
Empecé a caminar por la vereda, tarea casi imposible, era una calle principal y, en vez de uno caminar, era llevado por una masa inmensa con conciencia propia. Ahogado, me escabullí a una calle secundaria, seguí caminando con una mano en el bolsillo cuidando mi billetera, mientras que la otra acariciaba de a tironcitos un bigote prominente, bien cuidado, uno de mis orgullos.
Me detuve frente a una tienda de electrodomésticos con nombre gringo, se llamaba Feeney. Entre tostadoras y lavadoras de segunda mano había un televisor conectado al canal de la región, se detuvieron las transmisiones, en la televisión apareció el presidente del país, con un gorro militar verde y una cantidad insufrible de chapitas de condecoración hacía el anuncio de su ley estrella, de la promesa tras la reelección en el poder. Se había desarrollado un plan en la capital para devolverles a los ciudadanos la posibilidad de caminar tranquilos, sin un tumulto que socava sus posibilidades de movimiento. Era una solución simple, iba a haber líneas y esas líneas no podían ser cruzadas.
Los ingenieros del presidente salieron en la tele a continuación, con una serie de estadísticas y dibujos trataron de explicar la lógica tras el proyecto.
Otra medida para disminuir la aglomeración de transeúntes era que todas las calles ahora eran transitables.
Ya se hacía tarde, había estado, como embobado, una hora viendo a unos gallos deshaciéndose en explicaciones.
Tenia que volver a desarmar las maletas, me apuré y acelere el tranco, pero al llegar a la avenida me estrellé contra un murallón de gente, tardé otros quince minutos en llegar al hotel.
Desarmé las maletas, comí y me acosté. Al acostarme miré el techo, estaba tapizado con imitación de piel de leopardo, lo encontré medio charro y divagué, pero no era esa la causa de mi desvelada. Cerca de las doce empecé a escucha, eran camiones, montones. En cada uno venían unos cuantos voluntarios o militares, trabajaron toda la noche claveteando líneas negras en el piso. Era un sonido metálico, seguido de un aullido proferido por una tierra que se desangraba. No dormí en toda la noche, me paré junto a la puerta y miré como poco a poco se acababan las fuerzas de los voluntarios.
Cerca de las cuatro terminaron. Exhaustos, se subieron a los camiones. Yo, también exhausto, me tiré a la cama.
Al despertar, logré ver la magnitud del trabajo, era temprano y vi como toda la ciudad era cruzada por líneas, miles.
Poco a poco se lleno de gente, ese día no salí, me quedé en la ventana, viendo como todos utilizaban un carril, como en el banco. Buscando una respuesta, caminaban cabizbajos miles de negros. Era más ordenado, pero seguía siendo una marea, al menos una marea baja.
El día pasó y la gente también, según lo planeado todo salió bien. Me dormí y dormi por dos, por mi y por el de ayer.
Desperté alarmado, eran las tres de la mañana y se escuchaba el martillar de la noche anterior, supuse que era lo mismo, que algunas planchas se habían despegado y estaban reparando un desastre. A la mañana siguiente supe que no era eso.
Desperté por los abucheos y las puteadas, se escuchaba clarito a una señora gorda que gritaba con una voz gruesa.
Me asomé por la ventana y vi ambas veredas repletas de gente, al medio nada. En medio de la calle habían puesto, quizás quien, líneas transversales, era como un tablero de ajedrez.
Azorado prendí la tele. Era temprano y daban dibujos animados, probablemente el estado no sabía nada. En la noche del mismo día hubo, nuevamente, cadena nacional apareció el presidente un poco descompuesto, con una servilleta se seco la calva que destilaba sudor. Se refirió a las líneas como una situación difícil de lidiar y se aventuró a decir que dentro de dos días seria resuelto, en dos días renunció.
Al otro día desperté con la tele a todo volumen, se habían hecho barricadas a ambos lados durante la noche. Dependiendo del canal se culpaba a distintas personas. Una televisora que estaba del otro lado, culpaba a este lado. Mientras que una radioemisora de este lado culpaba al otro de incitar la violencia con acciones subversivas. Pasaron el día así, entre dimes y diretes.
Hoy salió el presidente en un video ya grabado, dicen que ahora ya esta fuera del país. Una simple línea esta dividiendo un país entero, no puedo creerlo ¿Qué te parece?
- Que horrible, nunca pensé que pasaría por algo así. ¿Cuándo vuelves?
- No sé, todo esta detenido acá, se supone que me iba ahora, pero no puedo. Fernanda, sabes que te quiero ¿no?- le decía mientras lo abrumaba ver, entre las cortinas, una humareda de barricada.
- Sí, obvio- veía la tele, impávida, mientras se cortaba las uñas- Oye, se me olvidó ¿Donde estas?
- En Rwanda.

Marearse

-Y ¿como has estado?-preguntó mientras acariciaba el cordón plástico que separaba el teléfono de la pared.
Bastante bien- dijo el interlocutor mientras recorría una calle atestada de gente, junto a su celular revisaba las distintas ofertas de las tiendas por departamento.
Las ofertas no estaban en su lenguaje materno, pero de todos modos entendía lo que querían decir: apúrate en comprarme porque luego no habrá tallas. Se desquició con una señora peleando por una camisa a rayas. Sin embargo nunca soltó el teléfono, conversaba como autómata, guiado por la siempre fiel línea argumentativa de sus conversaciones con Javier.
Javier, también un poco desquiciado, buscaba consuelo en esa cuerda que no dejaba tranquila, la envolvía hacia un lado y otro tratando de explicarse porque estaba hecho un atado de nervios.
Por cortesía, Gabriel preguntó de vuelta cómo estaba. En una primera instancia la respuesta no lo sorprendió, pero en una segunda repasada mental sintió que: o ya era muy viejo, o el mundo cambiaba mientras dormía.
-Aquí, soñando que todo saldrá bien. Que voy a tomar la micro, me voy a bajar en donde debo, que voy a ir a paso firme y resuelto, me voy a plantar frente a su casa, voy a tocar el timbre y cuando salga a darme la bienvenida no voy a esquivar su mirada. Que luego de entrar el perro no me va a morder la pantorrilla y que de una vez por todas le voy a plantar un beso, sin ser cursi la voy a tomar por la cintura en su pieza y voy a estampar mis labios contra los suyos. Que con un silbar ahogado mis dientes responderán a sus llamados. Que mi lengua no se entumecerá y que sin embargo no voy a tirarme encima. Me alejaré medio metro y ella, como embrujada me seguirá, encajará sus manos en mi pelo.
Gabriel quedo pasmado, se sentó en un banco mientras el resto de la gente hacía de sus compras una batalla campal. Se sobó la frente y le pregunto si estaba bien.
-No sé, me siento un poco mareado- respondió con la voz ya apagada.