domingo, 9 de agosto de 2009

Tu límite, no. Mi inicio

-Y ¿porque?
Bueno porque pasó que llegué en el vuelo de las once de la mañana aquí, es poco conocido y ni siquiera yo puedo pronunciar bien su nombre, me hospedé en un hotel céntrico, a unas cinco cuadras del palacio de gobierno.
Ahí todo era bulla y pasos agitados. Excepto algunos grandes latifundistas que acompañaban a sus nietos al único cine que había en toda la ciudad, de hecho para conseguir un boleto era necesario comprarlo con antelación, al menos dos semanas.
Al menos así lo hacía el común de la gente, había algunos que se jactaban de tener el poder de conseguirlos el mismo día con su sarta de contactos.
Yo, junto a mis pantalones abombados comprados exclusivamente para el lugar tropical donde me mandaron, salí a caminar en cuanto mis maletas estaban bien dispuestas sobre mi cama.
Bajé las escaleras, el ascensor era viejo, confianza no me daba. El piso estaba cubierto de una alfombra felpuda, el resto del hall central era de un blanco hueso iluminado por unos tubos que se ceñían a iluminar lo meramente necesario.
En recepción había un negro que saludó sacándose la gorra y mostrando unos grandes dientes blancos. Había una puerta giratoria, dentro, unos niños que jugaban a alcanzarse, luego supe que se llamaban Begoña y Javier, entré al juego y salí del otro lado.
Entonces el calor azotó mi cara.
En cuanto salí del hotel todos mis sentidos colapsaron, el olor a especias impregna la ropa, los colores hacen que los ojos casi se salgan de sus orbitas y sientes que todos te rozan y eres uno con todos.
Vi al cielo, había un sol implacable.
Empecé a caminar por la vereda, tarea casi imposible, era una calle principal y, en vez de uno caminar, era llevado por una masa inmensa con conciencia propia. Ahogado, me escabullí a una calle secundaria, seguí caminando con una mano en el bolsillo cuidando mi billetera, mientras que la otra acariciaba de a tironcitos un bigote prominente, bien cuidado, uno de mis orgullos.
Me detuve frente a una tienda de electrodomésticos con nombre gringo, se llamaba Feeney. Entre tostadoras y lavadoras de segunda mano había un televisor conectado al canal de la región, se detuvieron las transmisiones, en la televisión apareció el presidente del país, con un gorro militar verde y una cantidad insufrible de chapitas de condecoración hacía el anuncio de su ley estrella, de la promesa tras la reelección en el poder. Se había desarrollado un plan en la capital para devolverles a los ciudadanos la posibilidad de caminar tranquilos, sin un tumulto que socava sus posibilidades de movimiento. Era una solución simple, iba a haber líneas y esas líneas no podían ser cruzadas.
Los ingenieros del presidente salieron en la tele a continuación, con una serie de estadísticas y dibujos trataron de explicar la lógica tras el proyecto.
Otra medida para disminuir la aglomeración de transeúntes era que todas las calles ahora eran transitables.
Ya se hacía tarde, había estado, como embobado, una hora viendo a unos gallos deshaciéndose en explicaciones.
Tenia que volver a desarmar las maletas, me apuré y acelere el tranco, pero al llegar a la avenida me estrellé contra un murallón de gente, tardé otros quince minutos en llegar al hotel.
Desarmé las maletas, comí y me acosté. Al acostarme miré el techo, estaba tapizado con imitación de piel de leopardo, lo encontré medio charro y divagué, pero no era esa la causa de mi desvelada. Cerca de las doce empecé a escucha, eran camiones, montones. En cada uno venían unos cuantos voluntarios o militares, trabajaron toda la noche claveteando líneas negras en el piso. Era un sonido metálico, seguido de un aullido proferido por una tierra que se desangraba. No dormí en toda la noche, me paré junto a la puerta y miré como poco a poco se acababan las fuerzas de los voluntarios.
Cerca de las cuatro terminaron. Exhaustos, se subieron a los camiones. Yo, también exhausto, me tiré a la cama.
Al despertar, logré ver la magnitud del trabajo, era temprano y vi como toda la ciudad era cruzada por líneas, miles.
Poco a poco se lleno de gente, ese día no salí, me quedé en la ventana, viendo como todos utilizaban un carril, como en el banco. Buscando una respuesta, caminaban cabizbajos miles de negros. Era más ordenado, pero seguía siendo una marea, al menos una marea baja.
El día pasó y la gente también, según lo planeado todo salió bien. Me dormí y dormi por dos, por mi y por el de ayer.
Desperté alarmado, eran las tres de la mañana y se escuchaba el martillar de la noche anterior, supuse que era lo mismo, que algunas planchas se habían despegado y estaban reparando un desastre. A la mañana siguiente supe que no era eso.
Desperté por los abucheos y las puteadas, se escuchaba clarito a una señora gorda que gritaba con una voz gruesa.
Me asomé por la ventana y vi ambas veredas repletas de gente, al medio nada. En medio de la calle habían puesto, quizás quien, líneas transversales, era como un tablero de ajedrez.
Azorado prendí la tele. Era temprano y daban dibujos animados, probablemente el estado no sabía nada. En la noche del mismo día hubo, nuevamente, cadena nacional apareció el presidente un poco descompuesto, con una servilleta se seco la calva que destilaba sudor. Se refirió a las líneas como una situación difícil de lidiar y se aventuró a decir que dentro de dos días seria resuelto, en dos días renunció.
Al otro día desperté con la tele a todo volumen, se habían hecho barricadas a ambos lados durante la noche. Dependiendo del canal se culpaba a distintas personas. Una televisora que estaba del otro lado, culpaba a este lado. Mientras que una radioemisora de este lado culpaba al otro de incitar la violencia con acciones subversivas. Pasaron el día así, entre dimes y diretes.
Hoy salió el presidente en un video ya grabado, dicen que ahora ya esta fuera del país. Una simple línea esta dividiendo un país entero, no puedo creerlo ¿Qué te parece?
- Que horrible, nunca pensé que pasaría por algo así. ¿Cuándo vuelves?
- No sé, todo esta detenido acá, se supone que me iba ahora, pero no puedo. Fernanda, sabes que te quiero ¿no?- le decía mientras lo abrumaba ver, entre las cortinas, una humareda de barricada.
- Sí, obvio- veía la tele, impávida, mientras se cortaba las uñas- Oye, se me olvidó ¿Donde estas?
- En Rwanda.

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