martes, 13 de octubre de 2009

Me fui del sur. Así era como empezaba Javier una carta que mandó para la navidad de otras latitudes.
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-Acá es bonito, pero de vez en cuando se cae el cielo, nunca lo he visto, pero lo escucho a diario.
La primera vez fue en la madrugada de un sábado, el primer sábado después de mi llegada. Me había acostado de lado, debajo de mi cabeza estaba la almohada y al otro lado de ella, mi brazo, inerte. Al principio no podía cerrar los ojos y me preguntaba cuanto duraría así. A los pocos minutos los ojos se cerraban y la ponzoña del lenguaje ajeno se apoderaba de mí.
Un estruendo, uno sólo y yo pegado al techo, mirando unas estrellas fosforescentes que de seguro si fuesen de verdad estarían ahora en el suelo. Escuche como caía, el estruendo fue ensordecedor.
Al principio sentía el sudor frío correr por mi frente. Pensé en una guerra de pandillas, en que algo había explotado.
Moví de a poco el cuerpo, aun sintiéndolo acalambrado.
Me acerqué a la ventana y no vi nada, estaba oscuro, era temprano y todavía no aclaraba.
Me devolví rápido, me cubrí con las sabanas y volví a dormir.
No le di mayor importancia, al otro día ya habían muchas más cosas que hacer, o por las que preocuparse.
Pero siguieron, y se hicieron más estruendosos y constantes. Ahora cada vez que toco la almohada siento como el cielo cae a pedazos de un solo tronazo.
Poco o nada me queda por hacer. El otro día me quedé en vela esperando, mirando por la ventana para ver como caía, pero nada.
Al final me voy a acostumbrar, supongo que todos al final se acostumbran a estas cosas.
Al fin y al cabo acá en el norte nadie habla de eso, nadie presta atención al cielo o como se cae a pedazos sobre las casas, sobre todo-



Los saluda atentamente
Javier